
Miércoles 5 de noviembre, 2025.
Los tsunamis nacen en lo profundo del océano, muchas veces sin que nadie en la superficie note siquiera un temblor. Su origen está ligado a movimientos bruscos del fondo marino, provocados principalmente por terremotos submarinos, aunque también pueden generarse por deslizamientos de tierra bajo el agua, erupciones volcánicas o, en casos más raros, el impacto de meteoritos. Cuando la corteza terrestre se fractura o desplaza de manera repentina en zonas de subducción —donde una placa tectónica se hunde bajo otra—, el agua que descansa encima experimenta un desplazamiento vertical súbito.
Esa energía, liberada en segundos, se propaga en todas direcciones como una serie de ondas largas, casi imperceptibles en alta mar, donde pueden viajar a velocidades comparables a la de un avión comercial. Pero al acercarse a la costa, donde el fondo marino se eleva y el agua se vuelve más somera, esas ondas disminuyen su velocidad y aumentan su altura, transformándose en crestas colosales capaces de inundar kilómetros tierra adentro.
A diferencia de las olas comunes, que son superficiales y causadas por el viento, los tsunamis afectan toda la columna de agua, desde la superficie hasta el fondo marino, lo que les otorga una energía destructiva que el océano, en su vastedad, rara vez exhibe con tanta violencia en tierra firme.
Saber qué hacer cuando un tsunami amenaza puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte, no solo para uno mismo, sino para toda una comunidad. El océano, en su inmensidad, no suele dar muchas advertencias, pero cuando las da —como el súbito retroceso del mar, un temblor prolongado o una alerta emitida por las autoridades—, cada segundo cuenta. La ignorancia en esos momentos críticos se paga caro: personas que corren hacia la orilla pensando en una curiosidad natural, familias que esperan órdenes que nunca llegan, turistas que no comprenden las señales de evacuación.
Por eso, la preparación no es un asunto técnico ni exclusivo de expertos; es una responsabilidad colectiva. Comprender rutas de evacuación, identificar zonas seguras, tener una mochila de emergencia lista, practicar simulacros como se practica un deporte o una receta familiar… todo eso construye una memoria comunitaria que actúa incluso cuando el miedo paraliza. En las costas donde la educación sobre tsunamis está arraigada, las tragedias se mitigan, no porque el desastre sea menor, sino porque la gente sabe que correr cuesta arriba, sin mirar atrás, es el primer acto de resistencia frente a la furia del mar.
Y esa sabiduría, sencilla y vital, no se improvisa en el caos: se cultiva con tiempo, con paciencia, con diálogo entre vecinos, escuelas, pescadores y autoridades. Porque, al final, ningún sistema de alerta temprana funciona si quien lo recibe no entiende su urgencia.
Los gobiernos no pueden evitar que tiemble la tierra ni que el mar se levante con furia, pero sí pueden decidir cuánto dolor está dispuesta a soportar una comunidad cuando eso sucede. Su papel no termina en instalar sirenas o colocar carteles de evacuación: va mucho más allá. Consiste en tejer, con tiempo y constancia, una red de preparación que incluya desde la construcción de infraestructuras resistentes hasta la formación de brigadas locales que conozcan su territorio como la palma de su mano.
Significa invertir en sistemas de alerta temprana que no solo emitan señales, sino que lleguen en lenguas comprensibles, en formatos accesibles, incluso a quienes no tienen internet o viven en zonas remotas. Implica también mantener planes de emergencia actualizados, no como documentos polvorientos en un cajón burocrático, sino como guías vivas que se revisan, se practican y se adaptan con cada lección aprendida de desastres pasados.
Y, sobre todo, exige escuchar: a los pescadores que conocen los cambios del mar, a los ancianos que recuerdan los antiguos terremotos, a los científicos que interpretan las señales del subsuelo. Porque un buen plan no se impone desde arriba, sino que crece con la gente, para la gente. Cuando un gobierno entiende que la protección ante desastres no es un gasto, sino una inversión en vidas, dignidad y futuro, entonces las olas pueden seguir llegando, pero ya no arrastran con ellas la sensación de abandono.
A veces, la vida también tiene sus tsunamis: esos momentos en los que todo parece estable, el horizonte tranquilo, y de pronto algo se rompe en lo profundo —una pérdida inesperada, una traición, una crisis que nadie vio venir— y el mundo se levanta con una fuerza que arrasa con lo que uno creía sólido. No avisan, o si lo hacen, muchas veces no sabemos leer las señales: el silencio incómodo, el cuerpo que se agota sin razón, la intuición que susurra pero a la que no le prestamos atención. Y cuando la ola llega, lo único que se puede hacer es correr, no para huir, sino para sobrevivir.
Porque enfrentar un desastre personal, como uno natural, no se trata de ser el más fuerte, sino de saber dónde está la altura, quién está contigo en la subida, y que detenerse a recoger lo que se perdió puede esperar. Lo urgente es alcanzar terreno seguro, respirar, y desde allí, poco a poco, empezar a reordenar los pedazos.
Aprender de los tsunamis de la vida es entender que no se puede controlar el mar, pero sí se puede aprender a nadar en sus tormentas, construir refugios internos, y, sobre todo, no avergonzarse por pedir ayuda cuando el agua ya llega a la cintura. Porque seguir adelante no significa olvidar la ola, sino caminar sabiendo que, aunque el suelo tiemble de nuevo, uno ya conoce el camino hacia lo alto.
Como ya casi se acaba el número de caracteres de la caja de información, les dejo con la canción que le pedí a SUNO, esperando que esta publicación les haya servido, no solo como entretenimiento, sino que les haya aportado un poco, una chispa de contenido que genera valor.
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Esta fue una canción y reflexión de miércoles.
Gracias por pasarse a leer y escuchar un rato, amigas, amigos, amigues de BlurtMedia.
Que tengan un excelente día y que Dios los bendiga grandemente.
Saludines, camaradas "BlurtMedianenses"!!





