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Paredes que Cantan (SUNO)

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Jueves 25 de septiembre, 2025.

La vecindad surgió en el México colonial como una forma de vivienda colectiva destinada principalmente a las clases populares. En un contexto urbano marcado por la desigualdad social y la escasez de espacio en los centros de las ciudades, especialmente en la Ciudad de México, los propietarios de terrenos comenzaron a subdividir sus casas o a construir edificaciones con múltiples habitaciones alrededor de un patio central compartido. Estas estructuras permitían albergar a numerosas familias bajo un mismo techo, cada una ocupando una habitación o cuarto, mientras compartían servicios básicos como baños, cocinas y áreas de lavado.

El término “vecindad” deriva del latín vicinitas, que alude a la cercanía entre habitantes, y en el ámbito hispánico se utilizaba ya en la península ibérica para designar conjuntos habitacionales colectivos. Sin embargo, en América, y particularmente en Nueva España, la vecindad adquirió rasgos propios, adaptándose a las condiciones socioeconómicas y demográficas del virreinato. Durante los siglos XVII y XVIII, proliferaron en los barrios populares de la capital virreinal, donde indígenas, mestizos, afrodescendientes y criollos de escasos recursos encontraban refugio en estos espacios densamente poblados.

Con el paso del tiempo, y especialmente durante el Porfiriato, las vecindades se convirtieron en símbolos de la pobreza urbana, frecuentemente criticadas por las élites como focos de insalubridad y desorden. No obstante, también representaron un modelo de solidaridad comunitaria, donde los lazos entre vecinos se fortalecían por la convivencia forzada y la necesidad mutua. Tras la Revolución Mexicana, el Estado comenzó a intervenir en la vivienda popular, y aunque muchas vecindades fueron demolidas o reemplazadas por unidades habitacionales modernas, otras persistieron, transformándose en referentes culturales y sociales.

En el imaginario colectivo mexicano, la vecindad ha sido retratada en cine, literatura y artes visuales como un microcosmos de la vida urbana, donde se entrelazan historias de lucha, alegría, conflicto y resistencia. Aunque su número ha disminuido considerablemente en las últimas décadas debido a la presión inmobiliaria y los procesos de gentrificación, algunas aún subsisten, conservando no solo una forma arquitectónica particular, sino también una memoria histórica de la vida cotidiana de las clases trabajadoras en las ciudades mexicanas.

Las formas de vivienda colectiva similares a la vecindad mexicana han existido en múltiples culturas y épocas, adaptándose a las condiciones sociales, económicas y climáticas de cada región, y generando dinámicas interpersonales distintas según su diseño y contexto. En Europa, por ejemplo, los tenements de Glasgow o los courtyards de Berlín del siglo XIX albergaban a familias obreras en edificios de varios pisos con patios interiores, fomentando una cercanía forzada que, si bien a menudo derivaba en tensiones por la falta de privacidad, también permitía redes de apoyo mutuo, especialmente entre mujeres y ancianos. En París, los immeubles de rapport del mismo periodo concentraban a inquilinos de distintas clases en un mismo edificio, con los más acomodados en los pisos bajos y los más pobres en buhardillas, creando jerarquías espaciales que condicionaban las interacciones sociales.

En Asia, el modelo de la shikumen en Shanghái o los tong lau en Hong Kong combinaban elementos arquitectónicos occidentales y chinos, organizando viviendas estrechas alrededor de pasillos o patios comunes. Estas configuraciones favorecían una vigilancia comunitaria implícita y una sociabilidad constante, donde los límites entre lo privado y lo público se volvían difusos. En Japón, los nagaya —filas de casas adosadas con cocinas y baños compartidos— promovían relaciones de vecindad intensas, mediadas por normas sociales estrictas de cortesía y cooperación, que mitigaban los roces derivados de la proximidad física.

En América Latina, además de las vecindades mexicanas, existieron formas análogas como las conventillos en Argentina y Uruguay, originadas en la conversión de antiguas mansiones coloniales en alojamientos para inmigrantes a finales del siglo XIX. Estos espacios, a menudo hacinados, se convirtieron en crisoles culturales donde se entremezclaban lenguas, costumbres y tradiciones, generando tanto conflictos como solidaridades inesperadas. En Brasil, las cortiços de São Paulo y Río de Janeiro, con sus cuartos diminutos y servicios colectivos, reflejan una lógica similar, aunque marcada por una mayor informalidad y precariedad, lo que intensifica la dependencia mutua entre residentes, pero también la vulnerabilidad ante la violencia o la exclusión.

En todos estos casos, la arquitectura de la convivencia —la distribución de los espacios, la accesibilidad a áreas comunes, la presencia o ausencia de zonas de transición entre lo privado y lo público— influye profundamente en la calidad y naturaleza de las relaciones interpersonales. Donde los diseños favorecen encuentros casuales, como pasillos anchos, patios compartidos o lavaderos comunes, tienden a florecer redes informales de cuidado, intercambio y apoyo. Por el contrario, en configuraciones donde la densidad se combina con la falta de espacios comunes o con un diseño impersonal —como en algunos bloques de vivienda social del siglo XX—, la proximidad física no necesariamente se traduce en conexión social, sino en aislamiento dentro de la multitud.

Así, las vecindades y sus equivalentes globales no son meros refugios contra la intemperie, sino estructuras sociales en sí mismas, cuyas formas moldean comportamientos, expectativas y modos de relacionarse. En ellas, la vida cotidiana se teje en los umbrales entre lo individual y lo colectivo, revelando cómo el espacio habitado no solo responde a necesidades materiales, sino que también configura, limita o potencia las posibilidades de la convivencia humana.

En la era moderna, la vecindad ha sido envuelta en una serie de mitos que oscilan entre la idealización nostálgica y la estigmatización sistemática, ambos alejados de la complejidad de su realidad histórica y social. Uno de los mitos más persistentes es el de la vecindad como espacio idílico de solidaridad y armonía comunitaria, donde todos se conocen, se ayudan y comparten no solo paredes, sino también alegrías y penas. Esta visión, amplificada por el cine, la literatura y la memoria selectiva, tiende a omitir las tensiones inherentes a la convivencia forzada: los conflictos por el ruido, la limpieza, el uso de espacios comunes o las diferencias culturales y generacionales. La idealización romántica convierte la vecindad en un refugio del individualismo contemporáneo, ignorando que la cercanía no garantiza empatía ni cooperación, sino que puede intensificar rivalidades y desconfianzas.

Otro mito, opuesto pero igualmente simplificador, es el que presenta a la vecindad como un foco inevitable de delincuencia, suciedad y desorden social. Este estereotipo, profundamente arraigado en discursos urbanísticos y políticas públicas del siglo XX, ha servido para justificar desalojos, demoliciones y reordenamientos urbanos que desplazan a sus habitantes sin considerar los lazos sociales que allí se han construido. Bajo esta lógica, la pobreza se confunde con la patología, y la densidad habitacional se equipara con la degradación moral. Este enfoque ignora que muchas vecindades, incluso en condiciones de precariedad extrema, desarrollan mecanismos informales de regulación social, cuidado colectivo y resistencia frente a la exclusión.

También circula el mito de que la vecindad es una reliquia del pasado, incompatible con la vida moderna. Se asume que la vivienda individual, privada y tecnológicamente equipada es la única forma legítima y deseable de habitar la ciudad, mientras que las formas colectivas son vistas como transitorios o provisionales. Sin embargo, en muchas metrópolis contemporáneas —desde Ciudad de México hasta Yakarta o Johannesburgo—, las vecindades persisten no por tradición, sino por necesidad estructural: son respuestas prácticas a la crisis habitacional, la especulación inmobiliaria y la insuficiencia de políticas públicas. Lejos de ser anacrónicas, se reinventan constantemente, incorporando nuevas tecnologías, economías informales y formas híbridas de organización.

Finalmente, existe el mito de la homogeneidad: se suele imaginar a los habitantes de una vecindad como un bloque social uniforme, cuando en realidad suelen ser espacios de gran diversidad étnica, generacional, laboral y cultural. Esta diversidad, lejos de debilitar la convivencia, a menudo la enriquece, aunque también exige negociaciones constantes. Los mitos modernos sobre la vecindad, al simplificar su naturaleza, impiden comprenderla como lo que realmente es: un laboratorio vivo de la vida urbana, donde se ensayan, con aciertos y errores, formas de coexistencia en medio de la escasez, la desigualdad y la incertidumbre.

Como ya casi se acaba el número de caracteres de la caja de información, les dejo con la canción que le pedí a SUNO, esperando que esta publicación les haya servido, no solo como entretenimiento, sino que les haya aportado un poco, una chispa de contenido que genera valor.

🎵 🎶 🎶 🎶 🎵 🎼 🎼 ♬ ♫ ♪ ♩

Esta fue una canción y reflexión de jueves.

Gracias por pasarse a leer y escuchar un rato, amigas, amigos, amigues de BlurtMedia.

Que tengan un excelente día y que Dios los bendiga grandemente.

Saludines, camaradas "BlurtMedianenses"!!

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